Dedicamos esta entrada a otro viaje que hicimos por Turquía aprovechando unas vacaciones escolares mientras trabajábamos allí de profesores el año pasado. En esta ocasión, decidimos viajar al sur, a la zona de Antalya, para tocar el Mediterráneo desde tierra asiática. Eran finales del mes de abril por lo que, como podréis apreciar en las fotos, no tuvimos demasiada suerte con el tiempo. No obstante, al ser temporada baja, igualmente lo podréis observar en las fotos, estábamos prácticamente solos en todos los sitios, ¡lo cual se agradecía muchísimo!
Volamos Estambul-Antalya. Fue un vuelo cómodo, corto y barato. Yo creo que en menos de una hora estábamos allí. Pasamos la primera noche en un hotel de Antalya, que resultó que, a pesar de nuestra reserva, se había quedado sin habitaciones, lo cual nos salió mejor porque nos derivó a un hotel vecino precioso y con aspecto de ser bastante más caro… Aquella noche, animados por el aire cálido de la primavera mediterránea, salimos a dar nuestro primer paseo por esa ciudad tan bonita. Callejeamos por pequeñas calles peatonales con casas de piedra y madera, de hermosos patios, hoteles rústicos y puestos de bazar. Bajamos hasta el puerto, muy bonito de noche. Toda la ciudad estaba tranquila, como respirando.
Al día siguiente emprendimos nuestro viaje a Olympos, donde nos íbamos a hospedar el resto de los días. Para ello, tuvimos que coger un servis (mini bus) en la estación de autobuses de Antalya (hasta la que accedimos en tranvía desde el centro histórico, que es donde estaba nuestro hotel). El servis nos llevó por carretera hasta un punto (una de estas paradas en carretera tan típicas de Turquía donde hay una o dos cafeterías o tiendas donde tomarte algo, o incluso comer , mientras descansas o esperas a que pase el autobús que tengas que coger). Allí tuvimos que esperar un rato hasta que llegó el siguiente servis que hacía la carreterucha que bajaba la montaña hasta el valle donde se encuentra Olympos.
Repito que estábamos en temporada baja, pero esa zona es bastante turística, por lo que pudimos comprobar al llegar a Olympos, lleno de campings, bungalows, agencias y sitios para alquilar coches, entre otros. No obstante, en aquellas fechas, estaba casi todo cerrado. Nosotros nos alojamos en un bungalow. La verdad es que el lugar estaba bastante bien. No había mucha gente pero había ambientillo. Por las noches en el jardín encendían una hoguera, alrededor de la cual se sentaba la gente para calentarse y hacer nuevos amigos. Nosotros solíamos fumarnos un narguile mientras jugábamos una tavla todas las noches.
Aquella primera tarde nos dimos un paseo y en las narices con el fracaso de nuestros planes. Nuestra idea era contratar en las agencias rutas que nos llevaran a varios de los sitios que queríamos visitar, ya que desde allí no hay transporte público (excepto esos servis que nos habían traído de Antalya). Pero resultó que todas esas cosas no empiezan hasta mayo, ¡así que atención con eso si queréis moveros por esa zona en temporada baja! Incluso todos los sitios para alquilar coche que hay en el valle estaban cerrados. Nos pegamos un rato dándole vueltas a qué íbamos a hacer con nuestras vacaciones. ¡Estábamos atrapados en el valle! Al final descubrimos que en Adrasan, un pueblo no muy lejos de allí, había un lugar abierto en el que alquilar coche. Lo apalabramos con el dueño por teléfono (todo esto en turco, no esperéis que la gente «de a pie» por esa zona de Turquía hable inglés) y al día siguiente pedimos en recepción que nos llamaran a un taxi, que nos llevó hasta Adrasan, donde pudimos alquilar el coche para los próximos días.
Dejemos la cuestión logística y volvamos a lo que hemos venido a visitar. En esa época del año, el valle de Olympos es como el paraíso, escondido entre altos montes, de una cálida humedad y con olor a flores y miel. He de decir que, en general, toda aquella zona me sorprendió por lo escarpado de los montes que, tan cercanos al mar, crean un relieve que me hacía ser más consciente de que nos encontrábamos en Asia. Así como por esos bosques, tan selváticos.
Olympos fue una ciudad griega que se extendía a lo largo de la desembocadura de un río, hasta la playa. Lo que se puede hacer hoy en día en Olympos es darse un paseo junto al río y perderse un poco por lo que ahora ya sólo son las ruinas de la antigua ciudad. Y luego, cómo no, descansar un rato en la playa (y si hace buen tiempo darse un bañito). La playa es de piedra, aunque no está nada mal para bañarse, pero sí para andar descalzo. Un poco escondidos entre árboles hay un par de chiringuitos estupendos para tomarse algo o comer. Nosotros, no sé muy bien cómo, inspeccionando por el bosque encontramos un camino que subía hasta lo alto de un peñasco que domina la playa, desde donde pudimos disfrutar de las grandes vistas de la playa y del valle al completo.
El resto de los días, nos dedicamos a hacer nuestras excursiones en coche. En Adrasan, por cierto, hay una playa también muy bonita, de una arena roja, que estaba totalmente vacía. Lo primero que hicimos fue ir a visitar Phaselis, las ruinas de otra antigua ciudad griega y romana. Está muy cerca de Olympos y es un enclave especial con mucho encanto. Las ruinas de la calzada principal del foro y del anfiteatro se conservan bastante bien. Las ruinas están dentro de un bosque a orillas del mar, y la propia calzada desemboca en una tranquila bahía con playa y algunos barcos varados.
Otro lugar que queríamos visitar era Quimera, ese lugar mágico y un tanto inquietante donde las rocas del suelo escupen fuego. Bajo tierra hay bolsas de gas metano que tienen un escape hacia el exterior, donde se producen esas llamaradas constantes que, según dicen, llevan ardiendo miles de años y sirvieron de inspiración a Homero para imaginar a la quimera mitológica. Para llegar hasta allí, hay que seguir las indicaciones hacia Yanartaş, que es como se llama la zona y que en turco significa «piedra en llamas». El enclave está en el monte de ese nombre. Hay un aparcamiento y, a partir de ahí, hay que subir a pie por un sendero que está muy bien. Es un camino corto, no os preocupéis. La gente suele ir a verlo de noche, que es cuando más impresionan las llamas del fuego. Nosotros fuimos al atardecer, ya que desde allí arriba hay vistas del valle y de la playa con el mar al fondo. Estuvimos allí contemplando el espectáculo y calentándonos al fuego místico de la tierra hasta que se hizo de noche.
Otro día emprendimos una excursión más larga. Nuestro destino más lejano aquel día era Kaş, un pueblo grande de un estilo muy mediterráneo, con casitas blancas, con sus vigas de piedra y sus yedras de buganvillas. El viaje fue largo, quizás unas tres horas, por carreteras a veces más rápidas y otras bordeando la costa en constantes eses. Dimos un paseo por el pueblo (se ve enseguida) y nuestra intención era pasar con un ferry a la isla de enfrente, que es griega (era muy gracioso cómo, conforme nos acercábamos, la emisora de la radio iba cambiando del turco al griego) pero, una vez más, nos dimos de bruces con la temporada baja. Sólo había uno o dos ferries al día, y ya habían salido. De modo que buscamos una pequeña y tranquila playita de rocas blancas por la zona y estuvimos un rato allí exponiendo por primera vez al año nuestras blancas pieles al sol, ya que tuvimos la suerte de que en aquel momento hacía buen tiempo.
Por la tarde emprendimos el viaje de vuelta, en el que nos quedaban muchas paradas que hacer. Una de ellas vino por sorpresa. Queríamos visitar la antigua ciudad griega de Kekova, cuyas ruinas están sumergidas bajo el mar, debido a un terremoto, que en el siglo II d.C. quebró parte de la muralla de montes que protegía el valle donde se encontraba la ciudad, dejando paso al mar destructor que se la tragó toda. Pensamos que no íbamos a poder verla, ya que cuando preguntamos en las agencias por un tour en el que nos llevaran en barco a navegar sobre ella, nos dijeron aquello de que esas cosas comienzan en mayo… No obstante, al ver el cartel del pueblo donde están estas ruinas por la carretera, decidimos tomar el desvío y ver, aunque fuera, cómo era el enclave. Cuál fue nuestra sorpresa al llegar y ver que, incluso aún subidos en el coche, algunos hombres del pequeño pueblo pesquero se nos acercaban para ofrecernos un paseo en barco para ver las ruinas. Emocionados, aparcamos junto al puerto y hablamos con uno de aquellos hombres que, por un precio bastante más barato de lo que esperábamos, nos llevó a solas en su velero y nos hizo un tour estupendo que duró como una hora.


Como dos niños pequeños, asistimos contentísimos al espectáculo que ofrecen las ruinas de Kekova y la antigua ciudad de Simena. Vimos, también, nadar junto al barco a una enorme tortuga marina, cosa que debe ser bastante frecuente por esa zona. Es curioso ver esas escaleras de calles que ya no existen bajar al mar, muros que se pierden bajo el agua y, lo más emocionante, observar por el cristal del suelo del barco los montones de ánforas rotas amontonadas bajo las cristalinas aguas turquesas.
La siguiente parada en el viaje de vuelta fue en Myra. Donde visitamos el anfiteatro romano y, junto a él, observamos las curiosas tumbas licias escavadas en la roca. Por lo visto, en este pueblo vivió Santa Claus y hay un museo dedicado a él que nosotros no visitamos.
Tras esta última parada obligada, emprendimos el camino de vuelta a Olympos, no sin parar en alguna playa por el camino para ver el atardecer.

Aún hicimos una escapada más antes de devolver el coche alquilado y nos fuimos a visitar las ruinas de Termessos, que están muy cerca de Antalya. Se trata de las ruinas de una antigua ciudad romana, situada en el valle entre los picos de dos montes, a 1050 metros de altitud. Desde luego, el lugar donde está situada resulta increíble. Para llegar, se puede acceder hasta cierto punto en coche, pero luego hay que seguir caminando por un sendero. No recuerdo muy bien, pero puede que fuera media hora de subida, quizás algo menos. No obstante, una vez allí, hay mil senderos por los que perderse. Nosotros subimos hasta una cima desde la que se podían contemplar las montañas vecinas y el mar a lo lejos. Por el camino, todo salpicado de antiguos sarcófagos, volcados, en pie… Así es Termessos. La ciudad fue sacudida por un terrible terremoto en el S V que hizo que tuvieran que abandonar la ciudad. De modo que todas las ruinas están como revueltas, hay que buscarlas entre los árboles del bosque. Lo más impresionante es el anfiteatro, construido sobre un precipicio parece que en cualquier momento vaya a desmoronarse al vacío.

Llegó el día en que tocó retornar a Antalya, donde aún nos quedaban algunas cosas que hacer. Una mañana, bien temprano, cogimos un autobús (lo habíamos reservado con una agencia que vimos allí mismo en la ciudad) que nos llevó hasta una zona montañosa donde haríamos rafting en un río. Aunque hacía algo de fresco, el día salió soleado y lo pasamos muy bien descendiendo los rápidos del río.
De vuelta en Antalya, fuimos a ver la Cascada del Bajo Düden, un punto en que el río llega al acantilado y se desprende hacia el mar, fundiendo el agua dulce con la salada. Aunque está en la misma ciudad, tuvimos que coger un autobús de línea para llegar desde el centro. Al lado está la playa de Lara, a la que fuimos para ver si había suerte y podíamos darnos un chapuzón. Pero aquel día, aunque soleado, soplaba un viento frío que nos hizo desistir de la idea… Y luego, ya casi al atardecer, descubrimos mejor el centro histórico de Antalya, con sus mezquitas, antiguos minaretes, plazoletas con vistas sobre los tejados y el mar… Un espectáculo sin igual de colores suaves y cálidos. Por la noche descubrimos que también había bastante ambiente en los bares. En concreto, estuvimos tomando algo en uno que hay junto a la Puerta de Adriano (otro punto que visitar) donde tocaban música en vivo.
Fue un viaje inolvidable que nos dejó muy buen sabor de boca. Para la vista: marrones y blancos de ciudades, pueblos y ruinas, turquesa en el agua… Para el olfato: dulce olor a flores en el aire. Para el recuerdo: un lugar al que volver.
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